12 de febrero de 2012

España - Madrid - Restaurante La Terraza del Casino de Madrid

Elegancia, color, sabor y originalidad

Como regalo de boda para unos amigos nos pareció una buena idea una cena en el Restaurante La Terraza del Casino de Madrid, por varios motivos, aparte del placer mismo de la gastronomía. 

El Casino de Madrid nació en 1836 por iniciativa de un grupo de tertulianos que se reunía en el Café de Sólito, citado por Fígaro (Mariano José de Larra) en sus artículos de costumbres, que se hallaba en la esquina donde ahora se encuentra el Teatro Español (calle Príncipe, 25). Los fundadores alquilaron al dueño del café la primera planta del edificio y constituyeron formalmente la sociedad en enero de 1837. 

El general Fernández de Córdoba, que se ocupó de las primeras gestiones, explicó en sus memorias que habían elegido el nombre de Casino, que se utilizaba por primera vez en España, y no el de Sociedad o Club, para "alejar de aquel centro toda significación política". 

Tras varios cambios de sede, los socios decidieron a principios del siglo XX construir su propio edificio en la calle Alcalá, según un proyecto que sintetizaba las propuestas presentadas a concurso por los más célebres estudios de arquitectos de la época. El jurado resolvió comprar varios proyectos que los Farge, prestigiosos arquitectos, refundieron en una sola idea. La dirección de las obras corrió a cargo de José López Sallaberry, socio del Casino y uno de los mejores arquitectos de la época, a quien se deben las brillantes soluciones de la entrada, la escalera de honor y el Salón Real. 

Su estilo corresponde a la época en la que el modernismo hacía furor en Europa. Fue declarado Monumento de Interés Cultural en 1993. 

Con esto queda claro que una buena razón para ir es el propio edificio del Casino de Madrid. Como la noche que elegimos para cenar coincidió con una de las más frías que hemos tenido en Madrid, no nos paramos a hacer fotos de su fachada y entramos lo más rápido posible para no quedar estatuas de hielo en el exterior. 

La sensación que produce al entrar la definiría como decimonónica, tanto por la decoración como por el ambiente. Es dar un pequeño salto en el tiempo en el que casi nos podrían haber surgido vestidos con encajes y cuellos de azabache a las señoras y smoking y pajaritas a los caballeros. Se nota el paso del tiempo pero al tiempo está todo impoluto, pero es que el tiempo se tiene que notar, como se nos tiene que notar a las personas, nada de bótox solo limpieza y orden. 



En el Patio de Honor destaca la escalera, diseño de José López Sallaberry y obra del escultor romántico Ángel García Díaz y la amplia claraboya, que un día con un sol tiene que iluminar el espacio de luz y alegría, pero por la noche todo tiene una magia muy especial.



Una pena no poder perderse por los salones escondidos (tengo que informarme si es visitable para el turismo porque hasta donde yo conocía hace unos años no era posible), en su lugar dejamos nuestros abrigos en la guardarropía de la planta de acceso y tomamos el ascensor de madera con un banco forrado de terciopelo en su interior. Pero entre sacar la cámara y montarla llegamos al último piso y no dio tiempo a hacer la fotografía que le correspondía.

El restaurante consta de varios salones y una terraza, las mesas están dispuestas amplias y sin aprovechar los espacios para colocar más, cosa que siempre resulta incómoda. Otro detalle es que a los comensales nos han ido disponiendo para tener independencia y conversaciones lo más privadas posibles, aparte de la ventaja de no molestarnos demasiado los unos a los otros.


Varios detalles a mencionar, por un lado un gran espejo inclinado en una de las paredes, tapada con un cortinaje (difícil no captar comensales o al eficaz servicio)


En los techos unas grandiosas e impresionantes lámparas, a cuyo alrededor había unos "platos" decorativos que al tiempo contrarrestaban con su modernidad el clasicismo de la sala.


Nuestra mesa ya está preparada, con unos sillones cómodos para disfrutar de la comida, la magia y el espectáculo de la cocina.


Se puede elegir entre varias opciones: a la carta, un menú de degustación corto o un menú de degustación largo; por supuesto, ya que estamos aquí hay que ir a por todo, así que el largo y a disfrutar.

El restaurante está asesorado por Ferrán Adrià, y ya que no hemos podido ir a su restaurante, El Bulli, y no podremos hacerlo por su cierre sorpresivo, nos pareció una buena idea conocerle a través de uno de los cocineros que aprendió y trabajó con él, aunque tiene vida propia en los fogones, Paco Roncero, que con este restaurante ya ha conseguido dos estrellas Michelin.

Mientras esperamos a nuestros amigos acompañamos la espera con una copa de vino y unos chips de verduras, chips me me hacen sonreír porque yo los he hecho en casa y aunque suene presuntuoso no tienen nada que enviar a los de Paco.



Ahora comienza la fiesta, porque sí, es una cena, pero también es una auténtica fiesta de todos los sentidos, con un cocktail: Pasión, menta y café, que preparan en una mesa auxiliar para que disfrutemos del espectáculo del nitrógeno líquido: esto es magia.


Y este es el resultado, que aunque el maître nos avisó que no sería muy alcohólico a mí si me lo pareció, que no tengo nada en contra del alcohol, es más creo que lo tengo todo a su favor, pero me pilló desprevenida. Además o mi vasito no quedó con el resultado perfecto o es una cuestión de gusto, ya que mi copa no quedo unificada, sino que el licor (ahora no recuerdo si era el de la pasión o también mencionaron el curaçao) quedo flotando.


La primera parte del menú consiste en snacks, y el primero de ellos está concebido para la sonrisa, aparte de ser un clásico entre los clásicos pero en versión actualizada y sin necesidad de mancharse: mantequilla de aceite.


Sobre la lámina fina de hojaldre (en sustitución del pan) unas hojas de berros. Fácil y divertida la tarea de exprimir la mantequilla del tubo tal cual fuera pasta de dientes y extenderla (a gusto del consumidor porque el tubo tiene mucha cantidad).


El siguiente snack es una combinación de varios de ellos presentados en una tabla. Preguntamos si había alguna sugerencia para comerlos y la respuesta fue que no, así que nos guiamos por la intuición. Creo que con los nombres se puede adjudicar con facilidad lo que es cada snack: magdalena de boletus (impresionante, ¡quiero la receta!), falsa espardaña (realizada con algas y cubierta con una espiral de arroz inflado), galleta de tomate y pesto (explosión de sabor en la boca) y un pequeño caramelo de parmesano (si, las clásicas piruletas de este elemento que han corrido por la gastronomía, ahora en tamaño mini).


En el centro un pequeño bol con chips de polenta con vinagre en polvo (recuerda al pan de gambas de los restaurantes chinos pero no tenían un sabor muy definido, para mi gusto mejor los chips de verduras, aunque con estos de polenta se puede uno comer un bol grande sin darse cuenta).


En una bandeja un camarero nos acerca el siguiente snack, que tenemos que coger con nuestros dedos (detalle incluso a agradecer que no todo lo elegante es cuchillo y tenedor): ruibarbo a la pimienta. Estaba muy frío, casi congelado pero tenía un sabor muy refrescante y nada picante, a mí me pareció más un golpe de sal que de pimienta.

Por mi parte también comentar que toda una vida escuchando en las películas que los americanos elaboran pastel de ruibarbo y en esta cena me entero finalmente qué és, una verdura, y además a lo que sabe, que aunque su apariencia es como de apio muy blanco no tiene parecido a éste en sabor.


Es el momento de hacer un inciso en el tema de la bebida, ya que también nos decantamos por un maridaje, que comenzamos con una manzanilla muy fresquita y muy rica, La Bota 22. 

El siguiente snack para mí es de premio, un clásico mexicano adaptado a las nuevas presentaciones y texturas: guacamole con kikos (de nuevo ¡quiero la receta!). Es increíble lo que se puede hacer con ese aperitivo tan socorrido como son los kikos, aunque claro supongo que estos no son de bolsa comercial sino elaborados en "casa". 


El último de los snacks es una tempura de erizos de mar, que es una completa explosión de un sorbo de mar en la boca y en el paladar. Maravilloso, y eso que a mí el mar no me gusta para beberlo ni para bañarme, sólo para contemplarlo. 


No es que en la foto falte uno de los erizos, es que nuestra amiga está de pruebas de alergia por el pescado, y un detalle a agradecer fue la fantástica predisposición a ajustar el menú a su circunstancia. A ella le tocó en suerte (porque probar estos platos es una auténtica suerte) un snack de pipas de girasol y pipas de calabaza, que no pudimos probar porque si lo reparte se queda sin su manjar, pero dio fe que estaba riquísimo. 


La segunda tanda del menú son los tapiplatos, cuya composición es más contundente, con una mezcla de lo que en un menú normal serían primeros y segundos platos, alternándolos de forma curiosa, y escribo curiosa porque seguramente yo no los hubiera presentado en este orden, pero mi concepción todavía es demasiado clásica a pesar de mis cortos avances, y aquí se trata de romper, aparte de que con total seguridad están bien estudiados para ir alternando los sabores y que el paladar los pueda disfrutar. 

De nuevo un alto en la comida para concentrarnos en la bebida. Consumida la botella de manzanilla hemos pasado a un blanco verdejo, El Perro Verde, perro que apuntamos en la memoria (física y virtual) para que forme parte de nuestra casa. 

Se comienza con un sashimi de pulpo con frutas, soja y jengibre. Para mí, pero solo para mí, que esto también es personal, el que menos me gustó, y es que el jengibre tiene un sabor muy fuerte, pero para colmo alguna de las láminas de pulpo me resultó inmasticable (lo que me traía recuerdos de una grandiosa escena de la serie de Mr.Bean, cuando en un restaurante de postín se pidió un steak tartare sin saber qué era...)


Esta fue la única ocasión en que a nuestra amiga no le pudieron ajustar el menú, pero no os preocupéis, que el sashimi no se quedó en el plato, fue convenientemente degustado por su marido. 

Ensalada de almejas y alcachofas, las primeras espléndidas y las segundas presentadas en una pasta con un sabor impresionante a verdura fresca y tierna. 



A nuestra amiga le cambiaron este plato por un huevo a baja cocción (otra de esas recetas que quiero y necesito) sobre un caldo de verduras (no lo recuerdo pero el color así me lo hace sospechar). Además va acompañado de un pan tostado que parece decir: "pónme el huevo encima y zámpame".


Ñoquis al pesto con sepietas, plato del que solo tengo alabanzas. La sepieta muy rica pero esos ñoquis estaban espectaculares, textura y sabor impresionantes. 


El vino de Rueda nos ha entrado muy fácil y es hora de comenzar con los tintos, en primer lugar un Pico Maccario 2008 de Italia para acompañar a unos guisantes a la catalana. Con este plato sonreí porque una amiga que ha tenido la inmensa suerte de comer en El Bulli ya me los presentó (en foto claro), y la gracia del plato es que por una parte hay guisantes que saben a guisantes, y por el otro hay falsos guisantes, de los que desconozco su composición, pero que no sabían a guisantes y le daban un contrapunto a los mismos. 


El siguiente plato era uno de los que más temor me producían, ya que si bien las almejas me gustan y las como, con las ostras tengo un gran problema, y es que ni me gustan ni las como, y a todos los chefs les encantan. Tenemos lasagna de ostras en tartar con crema de tuétano y aire de yema (para rematar lleva tuétano, que tampoco está entre mis manjares). 


La presentación ya impresiona, sobre todo en mi caso que no sé muy bien cómo atacar este plato, si rebuscar la ostra o tomar la cuchara y cerrar los ojos. Decido lo segundo, hay que intentar abrir la boca pero también hay que cerrar mi mala predisposición, y la sorpresa es mayúscula, uno de los mejores platos de la noche, suave, gustoso y sin un rastro de textura de ostra que me paralizara, pero tampoco hay rastro de lasagna, claro, de lo que estamos acostumbrados a llamar lasagna.


A nuestra amiga le cambian esta lasagna, muy a su pesar ya que nos miraba en esta ocasión con envidia, por unos cardos con trufa. 


Otro vino tinto llega a la mesa, un Parfan 2004, que acompaña muy bien al Royal de foie con lentejas y ceps, plato que nuevamente tiene mi rechazo, y es que soy de gustos campechanos parece ser, y el foie no forma parte de ellos, como no lo forman las ostras. Aún así lo intenté y comí, pero en este caso aunque el sabor era maravilloso mi rechazo psicológico al foie hizo que no lo disfrutara y no lo terminara, pero para aquellos que os apasiona el foie y su mundo, este plato será una auténtica delicia.



Volvemos a encontrarnos con el pescado, ahora un rape con pisto en texturas, todo muy rico, el rape en su punto de cocinado y esas texturas del pisto para haber tenido más tiempo y menos vino en la cabeza para saborearlas mejor. 


A nuestra amiga le cambian el rape por un estupendo pichón, en tal cantidad que realmente asustaba, pero que tenía una pinta de chuparse los dedos. 


Uno de los platos fuertes de estos tapiplatos es el Wagyu (ternera de Kobe) confitado a 63º con puré de patatas y seta. Nuevamente la cantidad, aunque en la foto no lo parezca, es sorprendente, y lo malo es que yo estoy llena y me cuesta comerlo a pesar de su rico sabor. Me esperaba mucho de esta carne y no fue tanto, supongo que toda la comida anterior, la hora en la que llega y sobre todo esas expectativas, fueron factores para no saborearlo en su justa medida. No lo llegamos a probar en nuestro viaje a Japón, pero si probamos la ternera de Hida Takayama y nada que envidiarle a este Wagyu, en el que al estar en presentado en taco se nota su grasa infiltrada, que es lo que le da su buen sabor y su alta calidad.


Los tapiplatos acaban con uno de esos platos divertidos, tanto en composición como presentación, palomitas de maíz. Dicho así uno se imagina un cuenco de palomitas, pero este es el juego de las texturas, y por lo tanto las palomitas presentan tres: en polvo (nos avisan de que lo mezclemos porque es muy seco y se agarra a la garganta, y así es), en helado tipo sorbete, y en crema más tipo decoración y de base. Me gusta todo de este plato, pero hay que tener mucho cuidado con ese polvo de palomitas. 


Nuestra mesa es una fiesta de copas, pero las cambiamos todas para acoger unos vinos dulces para la tanda de postres: Ordoñez Nº1 2007 y Cardenal Cisneros.

Comenzamos con una exquisita tarta de zanahoria, que hay que tener mucho cuidado al comer para que no se rompa el canutillo acompañada de una pequeña bola de helado-sorbete de zanahoria sobre un lecho de no recuerdo qué (el alcohol y sus estragos). 


El segundo postre es un bombón helado, de chocolate, crema y frutos secos, muy clásico pero muy rico, y es que el chocolate parece que siempre apetece. 



Se termina con lo que llaman las Pequeñas Locuras: un canuto de frambuesa y lima (buenísimo), un filipino de galletas, una gianduja de chocolate y menta y un bizcocho de yogurt y amaretto (muy esponjoso como ya se ve en la fotografía).


Con esto hemos finalizado la cena, que ha resultado exquisita, divertida, sorprendente, creativa con su punto clásico, y con un servicio digno de aplauso. Esta experiencia tenemos que volver a repetirla, yo intentaré brindar menos y degustar más, concentrarme más en los sabores y menos en las conversaciones, pero era una noche para tener las dosis de las dos. 


No puedo terminar esta entrada sin dar las gracias a Paco Roncero, que salió a saludarnos y me pilló de improviso hablando, con lo que al girarme me lo encontré allí pero tuve poco tiempo para reaccionar y dárselas de mejor modo, pero si le hicimos saber nuestro disfrute, y también agradecer a todo el equipo por su espléndida labor. Desde hoy, una admiradora que volverá a disfrutar de la experiencia con nuevos menús.