21 de mayo de 2014

España - Madrid - Restaurante Viridiana

El chef del sombrero

Una nueva incursión gastronómica nos lleva a una asignatura pendiente por mi parte, porque hace muchísimos años (y no quiero contarlos, que me voy a perder) me llamó la atención un chef, un cocinero, con un gran carisma hablando y portando un sombrero (como mi abuelo), sí, el chef del sombrero, Abraham García, y estamos en el Restaurante Viridiana.


Tiene dos pisos, en un principio íbamos a estar en el inferior. 


Pero finalmente fuímos situados en el superior, y no en una buena mesa, porque éramos cuatro comensales apretados en una pequeña cuadrada...mal empezaba la cosa porque comer chocándote con tus amigos, por muy amigos que sean (que lo serán con tanto roce) no es el mejor modo de disfrutar de una buena comida. Nos contaron que abajo habría demasiado ruido para comer con tranquilidad, y no sé si sería una reunión grande o realmente una pequeña que necesitaba intimidad y nada de orejas ajenas.

El local haciendo honor a su nombre cinéfilo está decorado con fotogramas de la película homónima, Viridiana, de Luis Buñuel y con claquetas (de buena gana hubiera pillado una). Mucho blanco y negro. 



El sombrero de Abraham se encuentra por todo el local, en las sillas, en las servilletas, en la carta...



 La vajilla nos lleva de nuevo al film, con mucha alegoría (eso me parece). 


De aperitivo nos ofrecen pan de yuca y queso, muy esponjoso y con ninguno de estos dos sabores predominantes, que el queso se lo podría llevar todo. 


Un riquísimo salmorejo de fresones, con tropezones de fresones y jamón. Refrescante y buenísimo (yo he hecho gazpacho con cerezas, y con ambas frutas se consigue un tono rojizo más vibrante, aportando al tiempo acidez y sobre todo dulzor). Aunque la noche era más para una sopa caliente, que hicimos un pleno con una lluvia tremenda sobre Madrid. 


Y unos buenos boquerones en vinagre con salsa nikkei, acompañados de encurtidos (todo un poco al estilo japonés). Nikkei significa "japonés fuera de Japón" y suele hacer referencia a la fusión de las cocinas peruana y japonesa, por la inmigración de los japoneses a Perú hace más de un siglo.


Cuando estábamos eligiendo los platos, a compartir los primeros por aquello de probar más, sale Abraham de la cocina y nos ofrece unos estupendos caracoles a la catalana, a lo que ninguno le puso objeción, los vendió de maravilla y aceptamos con gusto la propuesta. Nos cuenta que han sido eviscerados y que los podemos comer con total tranquilidad (nunca he cocinado caracoles, y no creo que lo haga, porque lo de lavarlos y relavarlos lo podría llevar bien, pero lo de eviscerarlos -sacarlos de sus conchas para lavarlos y luego volver a colocarlos en ellas- no me apetece en absoluto). Los caracoles van acompañados de una salsa all-i-oli (castellanizado alioli).


En la mesa nos ponen toda la parafernalia instrumental para comer los caracoles con glamour: las pinzas grandes para cogerlos y sujetarlos mientras se les introduce una especie de tenedor de dos púas o solo de una. Pero al servirlos también nos dejan un taco de servilletas (para cogerlos sin quemarse) y unos palillos de madera (que también sirven para pequeñas brochetas de decoración o colocar banderitas...) para sacarlos, y así olvidarnos de los cubiertos finos y hacerlo más fácilmente. 


Yo solo intenté en una ocasión comer con los cubiertos adecuados, pero para evitar tener mi momento Pretty Woman me pasé rápidamente a los fáciles, porque además si te entretenías mucho perdían comba con respecto al resto de comensales, que eran unos fieras comiendo caracoles.


La verdad es que la salsa de all-i-oli la probamos sola, porque los caracoles estaban de escándalo, no necesitaban acompañamiento y podríamos habernos comido una bandeja por persona tranquilamente. 


Para compartir también una ensalada de marisco y pescado, que como era un plato extraño para compartir, realizaron dos ensaladas y nos las sirvieron en platos individuales. Un acierto la presentación, y una rica ensalada, llena de elementos verdes y marinos, y con muchos matices. 



Llega la hora de los platos principales. Un lomo de vaca del valle del Esla con hongos y ñoquis de patata nueva salteados al ajo, al que no le hinqué el diente así que no puedo dar fe de si estaba bueno, que lo estaba. 



Unos maravillosos huevos de corral en sartén sobre mousse de hongos y trufas negras. ¡Toma pan y come! Buena presentación y mejor sabor, ¡impresionantes!, una receta sencilla, mostrando que lo clásico con su punto diferente tiene un magnífico resultado. 


Al camarero le hicimos repetir la posición de rallar la trufa, por supuesto solo la ralló una vez que no está el elemento comestible como para derrochar, para tener la fotografía. 


Un pez mantequilla a la plancha al jugo de menta, que personalmente me dejó a medias, la salsa era demasiado fuerte y lo inundaba todo, pero claro el pez mantequilla es bastante insípido por sí solo y necesita fuerza (este pez es utilizado mucho para elaborar los niguiri en los restaurantes japoneses, que en teoría corresponde a la palometa común, pero que en ocasiones utilizan fletán o bacalao negro de Alaska; yo personalmente no puedo decir su clase). 


Hemos acompañado la comida con un vino madrileño, de Aranjuez, El Regajal, para ir a lo seguro y no hacer catas ni degustaciones, ya que es un vino conocido que nos gusta mucho. Su etiqueta creo que hace referencia a una colonia de mariposas del término de Aranjuez, por la que se tuvo que cambiar el trazado de la autovía a Andalucía, porque pasaba por el medio de su hábitat, aunque a mí me recuerda mucho más a las manchas que utilizan psicológos o psiquiatras, ¿que ve en este dibujo?


De postres, crema quemada de fruta de la pasión con frutillas, cuyo aspecto era de ¡cómeme!, acto que sin duda se realizó con mucho gusto.


Un surtido de frutas: fresones andaluces, mango y maracuyá (había que aligerar la cena). 


Y un sorbete de Abraham con su aguardiente, al que le faltaba un toque mayor de aguardiente. 


Durante la cena Abraham ha estado pendiente de sus clientes, entrando y saliendo de la cocina, momentos en los que aprovechábamos para ensalzar sus platos, pero como no queríamos molestarle no llegamos a entablar una conversación completa, y me hubiera gustado mucho escucharle hablar sobre cocina y porqué no, de la vida. 

Para finalizar, como detalle de la casa unas pequeñas trufas de chocolate, muy ricas, y unos pastelillos de coco. 



Como la noche no estaba para pasear, en el restaurante tomamos unas copas para terminar la grata velada en buena compañía y de buena comida. 


La cuenta se presenta bajo el sombrero del chef, y es que no podía ser de otra manera. 


Me ha gustado la cocina de Abraham, y espero poder volver en otra ocasión, que intentaré que sea a la hora de la comida, porque en la carta había unos platos de cuchara o un asado de cordero que deben estar para chuparse los dedos. 

Uno de los párrafos literarios en la carta:

 “…Y me han dolido los cuchillos
de esta mesa en todo el paladar.
El yantar de estas mesas así, en que se prueba
amor ajeno en vez del propio amor.”

César Vallejo– “Antología”