29 de junio de 2015

Canadá - Toronto - CN Tower - Rogers Centre


"Torontontero"

Desde la coqueta población de Niagara on the Lake volvemos a Toronto, pero no somos capaces de obtener una  buena fotografía de la ciudad desde la autopista, donde destaca la CN Tower, por lo que nos conformamos con las que si podemos tener de las publicidades vegetales que la adornan (que fácil parece conformarse el ser humano). 


Llegamos al hotel, descansamos un poco y nos duchamos, que esta noche tenemos planes, cenaremos con dos parejas del tour para despedirnos, y para ello le pedimos el favor a Ángel de hacernos una reserva, pero con tan poco tiempo no fue posible elegir la hora que queríamos y tuvo que ser algo más tarde. Por votación mayoritaria fuimos andando, que yo en esta ocasión hubiera elegido el taxi sin lugar a dudas, y no por distancia sino precisamente por esa hora que corría en nuestra contra para las vistas, ya que nuestra cita es en la alta y altiva CN Tower. 

 

Junto a la torre se encuentra el Rogers Centre, que desde aquí no tiene la misma presencia casi fantasmagórica que desde el ferry a las islas de Toronto y desde este punto de vista es hasta feuchón. Se inaguró en 1989 con el nombre de Skydome, y fue el primer estadio deportivo del mundo en contar con un techo totalmente retráctil, que no vemos desde nuestra posición, que tiene un peso de 12.000 toneladas y que se abre a 90 m de altura a una velocidad de 22 m/sg, por lo que tarda veinte minutos en plegarse del todo. El mecanismo del techo supera al del Estadio Olímpico de Montréal, que se abrió una sola vez y no ha vuelto a funcionar nunca más, un olímpico desastre. 


El estadio forma parte del sistema PATH de la ciudad, la ciudad subterránea para el duro invierno de las ciudades canadienses, con acceso al metro, centros comerciales, centros de ocio como cines y teatros, hoteles, estación de tren; tal y como la ciudad subterránea de Montréal que conocimos ligeramente. El PATh consta de 30 km y fue desarrollado en la década de 1990, y aunque la ciudad subterránea de Montréal tiene más kilómetros, 33, la de Toronto está reconocida como el mayor complejo comercial bajo tierra según el Guinness World Records.


El estadio tiene una capacidad de 53.000 espectadores, y podría albergar ocho aviones Boeing 747. Aquí juegan los Blue Jays, equipo de béisbol; los Argonauts, los Blizzard y los Buffalo Bills, equipos de fútbol. 


Lo que más nos gusta del estadio desde esta perspectiva, no recuerdo si en una zona anexa, es una escultura simpática que muestra a un grupo de espectadores viendo un partido imaginario, se llama Audience, obra de Michael Snow. 


El icono urbano por excelencia de Toronto es la CN Tower, de 562 m de altura, construida en 1976 en hormigón, que fue la estructura aislada y la torre de comunicaciones más alta del mundo hasta 2009, que se inaguró la Torre de Cantón, con 600 m de altura, para luego ser superada en 2012 por la Sky Tree de Tokyo, con 634 m de altura. Al igual que el cercano estadio, también comunicada por el PATH. 


La entrada es curiosa porque se realiza por una pasarela sobre las vías del tren, que le hace perder algo de encanto ante la emoción de la altura y las vistas. 


Una vez verificada nuestra reserva al restaurante, lo que nos da derecho a las pasarelas de observación,  pasamos por un control tal cual fuera un aeropuerto, la seguridad ante todo. 


Lo mejor de tener una reserva tardía para cenar, creo recordar que a las 22 h, es que no hay mucha gente accediendo a los miradores de la torre, que supongo colapsados en horario de día; y lo peor, es que nos hemos perdido el atardecer y las vistas con más luz y horizonte, aunque no tengo muy claro que con el día nublado que hemos pasado hubiera sido un espectáculo mágico. 

Lo mejor para mí es que los ascensores exteriores no van llenos, con lo que sufro lo justo durante los 58 segundos (tan largos como cortos) que tardan en subir, que son más distraídos porque en sus paredes colocaron en 2008 unos cristales (no es todo acristalado) por los que vas viendo cómo se queda la ciudad abajo y la verdad es que impresiona, no me quiero ni imaginar en quedarme ni medio segundo atrapada aquí.

Como en creo que todas las torres de comunicación con observatorios-miradores, en la planta baja hay una gran tienda donde comprar souvenirs. Y también como en la mayor parte de ellas, la posibilidad de sentir la altura y el vacío con la experiencia de colgarse con arneses desde la torre, en lo que aquí llaman Edge Walk.

Con la reserva al restaurante podemos acceder a dos miradores, por lo que hemos llegado antes de tiempo para poder disfrutar de las vistas. Primero pasamos al Sky Terrace, un mirador exterior a 342 m de altura que desafortunadamente para las fotografías está protegido por una valla metálica, con una sensación de altura impresionante y escalofriante, con unas amplias vistas de la ciudad y del lago Ontario–creo que es el mirador con mayor amplitud en el que hemos estado, y esto es lo que da la altura, así que de día y sobre todo de día despejado merecerá la pena subir a la torre. 




En este nivel también se encuentra el Glass Floor, donde parte del suelo es de cristal, con lo que se tiene la sensación de caída y vértigo, pero es imposible disfrutar del momento entre tantos pies, tantos gritos y sobre todo los saltos, que no entiendo porque la gente entiende que el peligro no existe, que una cosa es la resistencia probada de estos cristales, y otra la brutalidad de la gente inconsciente, por mucho que cambien los cristales anualmente. 



Un nivel más arriba, a 346 m de altura, se encuentra el mirador Lookout, ahora ya cerrado, con ventanales de suelo a techo, que a estas horas de la noche están llenos de huellas de manos, y en los que se reflejan las luces del interior, por lo que nuevamente se complica el arte fotográfico. 






Vemos el techo iluminado del Rogers Centre, pero desde luego, como desde el ferry a las islas de Toronto es como nos parece que se tiene su mejor visión. 


Antes de subir al restaurante tenemos tiempo de tomar una copa en el restaurante-bar de este piso, aunque si no hubiéramos llegado ya de noche, nosotros hubiéramos optado por subir al Sky Pod, un mirador a 447 m de altura, que tiene un coste adicional a la entrada de los otros miradores, pero que ante la oscuridad reinante decidimos no subir.

Malos cócteles, mucho ruido de gente (y eso que ya iban desapareciendo), lo que podría ser un buen lugar finalmente es un lugar más pero en las alturas. 


Subimos al restaurante, 360 Restaurante, que ya su nombre indica que es giratorio, dando una vuelta completa en 72 minutos, situado a 351 m de altura. Su ocupación a estas horas no es completa la mayoría de las mesas están a punto de terminar su velada. La fotografía que ilustra fue tomada a la salida, ya que fuímos la última mesa en cenar y salir del restaurante (nosotros ejerciendo de españoles y su horario de cena, sobre todo en verano). 


Somos afortunados con la mesa, ya que se encuentra junto a las ventanas, ventajas de este horario tardío, y somos afortunados con nuestro camarero, mexicano, con lo que no tendremos que pelearnos con el inglés para entendernos. Se puede elegir a la carta o entre dos menús, uno con amuse bouche (aperitivo de entrada) y otro sin él.

La bodega del restaurante es una preciosidad, y no es extraño que la llamen bodega en el cielo, teniendo una increíble selección de vinos (creo recordar que seguimos con los del Niágara) pero no me acuerdo y tampoco tengo la factura para saberlo.



De primer plato: para uno, ensalada de tomate y queso feta; para otra, salmón del Atlántico (de la bahía de Fundy) ahumado con alcaparras y ensalada de pepino. 



De platos principales: para una, salmón del Atlántico braseado con gambas y vinagreta de tomate (por supuesto no para el que tomó el salmón de aperitivo); para otro, entrecot de Alberta a la pimienta con puré de patatas del Yukón. 



De postre: para el más goloso, chocolate negro de tres maneras, con tartaleta de frambuesa, en mousse con chocolate mexicano especiado y con canoli de naranja; para la menos golosa, una torre de chocolate negro con gajos de naranja, Grand Marnier y crema inglesa. 



Terminada la comida, los camareros impacientes porque lo hiciéramos aunque nunca nos incordiaron ni apremiaron, nuestro camarero mexicano se ofrece a hacernos una foto de grupo, con la ciudad de fondo, detalle que le agradecemos, y que se ve que está más que acostumbrado a realizar.

Emprendemos el camino al hotel andando, bajo las luces del faro de la ciudad.