5 de abril de 2018

Myanmar - Mandalay - Rupar Mandalar Resort

Alejado del centro

La ciudad de Mandalay está situada a unos 650 km al norte de Yangón, y su aeropuerto a unos 45 km del centro, por lo que tenemos un trecho por delante para llegar hasta él y hasta el hotel en el que nos alojaremos. Durante el viaje, nuestro guía Myo nos hace entrega de nuestros segundos regalos, unas simpáticas gorras, ya que en esta zona al hacer mucho calor hay que protegerse del sol, el touroperador y Myo en su nombre nos van ganando en detalles. Durante el viaje, vemos pagodas, cruzamos un ancho río (afluente del Irrawaddy) y también vemos algunos puestos de venta al pie de la también ancha carretera.




Mandalay solo tiene 150 años de antigüedad y fue la última capital del país birmano antes de la ocupación británica. El rey Mindon Min, penúltimo rey de la dinastía Konbaung, fundó la ciudad en 1857, ordenando su construcción para trasladar la capital desde Amarapura, acto que se realiza en 1861. Thibaw Min sucedió a Mindon Min, y en 1885 los británicos tomaron Mandalay, convirtiendo el palacio real en cuartel general con el nombre de Fort Dufferin. Luego llegó la independencia, y con la mala gestión de la Junta Militar, Mandalay se encontraba tan aletargada como el resto del país.

Su población es de más de un millón de habitantes, siendo la segunda ciudad más grande de Myanmar; después de Yangón, tomando su nombre de la colina de Mandalay, de 216 m de altura.
El nombre de la ciudad deriva de las palabras pali mandala, que significa "una llanura", y mandare, que significa" tierra auspiciosa".

Las calles tienen un trazado cuadricular y están numeradas de norte a sur (de la decena de los sesenta a los ochenta) y de este a oeste (sólo llegan hasta la decena de los cuarenta); esto favorece la orientación y si fuera menester, el caminar por la ciudad.

Para visitar sus más importantes monumentos así como Amarapura e Inwa (dos ciudades que fueron capitales birmanas) se paga una entrada combinada de 10$; la visita a Mingun se paga aparte.


La principal diferencia con el tráfico de Yangón, es que aquí no están prohibidas las motos, y son el principal medio de transporte, y tal como nos ocurrió en Vietnam nos sorprenden con su capacidad de carga, tanto de mercancías como de número de personas, aunque nos parecen más comedidos en ambos casos. 



En nuestro camino al hotel, o en el de salida, pasábamos por un templo en el que había para nosotros una sorprendente imagen de Buda, que está literalmente en los huesos, recibe el sobrenombre de Skinny Buddha. Además hay un Buda reclinado que parece un niño, y que en contraposición está más “regordete”. Muy curioso. 


El hotel es el Rupar Mandalar Resort, que tiene como parte negativa su lejanía del centro, está realmente apartado, y viendo las calles que conducen hasta él nos parece inviable el llegar andando como hacíamos en Yangón; otra desventaja es que lo más típico en esta ciudad es contratar una moto para transportarnos, aunque poco a poco los taxis van llegando como lo van haciendo los turistas, pero con la moto no estamos dispuestos, por muy rápido y económico que resulte, aparte de típico. De todas formas, Mandalay no nos parece a primera vista una ciudad tan atractiva como nos pareció Yangón a pesar de su deterioro y de su mala fama, pero es que además Mandalay es mucho más joven y fue destruida durante la Segunda Guerra Mundial en su mayor parte, por lo que sus monumentos son más recientes o reconstruidos.

Llegamos al hotel porque vamos bien de tiempo como para registrarnos, dejar las maletas y asearnos un poco si así queremos. Tras la zona de recepción un arco de madera con figuras labradas da paso a la zona de piscina. 




Desde la zona de piscinas se accede a la habitación, una Premier Suite o Cattleya, que está ubicada en la planta baja de un edificio de dos plantas, con una pequeña terraza con dos sillas, que no utilizaremos porque al atardecer con la llegada de los posibles mosquitos no era el lugar más recomendable para estar. Disponemos de dos paraguas por si llega la lluvia, que estamos en temporada. 


La habitación es muy amplia pero algo desangelada, y no es que a mí me gusten los espacios abigarrados en decoración, pero tanta amplitud parecía un defecto de planificación, aunque cierto es que no es estéticamente fea. Al disponer de tanto espacio, las maletas no molestan, y esto sí se agradece mucho; en el armario hay suficiente espacio para colgar ropa para las tres noches que pasaremos.

A la entrada un amplio escritorio donde dejar todo nada más llegar, y donde pondremos a cargar las baterías de las cámaras y los móviles. 


Una cama king size en la que echo en falta la mosquitera, que parece que tuvo en otro tiempo o por lo menos estuvo planificada, ya que se veía un gancho para ella en el techo (por las tardes al tiempo que pasaban para repasar la habitación y abrir la cama, rociaban con insecticida). En un lateral, un sofá de estilo asiático, que no resultaba especialmente cómodo para estar sentado, y no había de otra, o aquí o en la cama, por lo que teniendo espacio suficiente quizás un buen sofá a los pies de la cama o dos butacas cómodas hubieran sido una buena alternativa (no creo que quedara sobresaturado el espacio).

Al estar situados en el primer piso con vistas al jardín y ser zona de paso para otras habitaciones, tenemos que tener cuidado en correr las cortinas ya que si no seremos exhibicionistas sin quererlo (lo veremos en alguna habitación); y esto es un pequeño hándicap porque al final te sientes un poco vampiro si hay luz de día, que la pierdes por tener intimidad. 


Al fondo un armario en el que hay dos albornoces y la caja fuerte; frente a él, el baño, que dispone de bañera y ducha. 



Los desayunos (tipo buffet, con buena variedad) y las dos primeras cenas las realizamos en un comedor al aire libre, que resulta coqueto pero por la mañana algo caluroso (y eso que era temprano), y por la noche preocupante por los mosquitos (ya sé, parezco una obsesionada con estos insectos, pero es que hay que tenerles respeto y más en Asia), sobre todo si te toca una mesa bajo una bombilla y los ves sobrevolar sobre ti, porque ahora tú eres su buffet.



El buffet de la primera noche fue espantoso, poca variedad y poca calidad. Me asustaba pensar en las dos noches siguientes, aunque también había una carta, que es lo que hubiéramos intentado como alternativa si el nivel continuaba tan bajo. Afortunadamente la segunda noche hubo más variedad, mejor presentación y mejor sabor: tiras de ternera con salsa de pimienta blanca, tiras de ternera con verduras, ensalada de vermicelli, ensalada de judías largas, arroz frito con verduras, curry de pollo… Descubro la rica sopa de lentejas birmana, que es más una crema que una sopa, que ya me gustaría a mí conseguir una con este buen sabor. De postre fruta: melón, sandía y mango. 





La última noche la cena es en uno de los restaurantes (por lo menos en la publicidad del hotel habla de varios de ellos, con diferentes especialidades, pero durante nuestra estancia no estaban operativos, pudiera ser por la escasez de clientes), y se elige entre un menú birmano, varios menús tailandeses y varios menús chinos. La ventaja del restaurante es el aire acondicionado, estamos fresquitos y más a salvo de los mosquitos. Optamos por un menú birmano y uno tailandés, y así podemos compartir (recuerdo que a los menús chinos les dimos vueltas pero no nos terminaron de convencer). 








 

Si bien la gastronomía no comenzó con buena mano, finalmente se mantuvo en un nivel más que aceptable, sobre todo si la alternativa era tomar un taxi para ir al centro de la ciudad a cenar, que estaba descartado, y que sólo hubiera sido una opción ante el desastre total culinario.